A las nueve y veinte de la noche llaman al timbre de la residencia neoyorquina del agente especial Aloysius Pendergast y la fiel Constance Greene acude a abrir. En el umbral aparece Alban, el hijo de Pendergast, cuyo cuerpo atado con cuerdas gruesas cae estrepitosamente al suelo.
Está muerto.
Su padre sale a la calle y persigue sin éxito a un sospechoso coche negro. Un informe dictaminará más tarde que el cadáver no presentaba signos de violencia, ni restos de alcohol o drogas. A Alban le partieron el cuello en un crimen planeado al detalle e impecablemente ejecutado, obra de profesionales.
Al día siguiente el teniente Peter Angler, encargado del caso, habla con el padre de la víctima y su actitud lo desconcierta. Pendergast lo informa de que apenas tenía relación con su hijo, se declara incapaz de especular sobre las causas del crimen y aparentemente no tiene interés en cooperar con la investigación policial. Pero, en cuanto llega a casa, Pendergast accede a la base de datos de homicidios no resueltos y localiza los resultados de ADN del llamado asesino del Hotel, cuya brutalidad mantuvo en vilo a Manhattan hace año y medio.
Solo tiene una pista: la gema encontrada en el estómago de la víctima.